A mi padre
Le gustaba mucho mandar, le sentaba muy bien además, los amigos de sus hijos lo llamaban “el General”.
Era un hombre del rostro muy duro, casi nunca sonreía.
No obstante, yo sentía que solo era una mascara, un mecanismo de defensa para proteger sus limites físicos y emocionales.
La nuestra era una relación de padre y hija sin serlo.
Un día me contó que años atrás había hecho algo muy deplorable.
Le pregunté si quisiera soltarlo.
Aquel día que me habló de eso, estaba tumbado en una cama de hospital, esperando dar el paso al más allá.
“No falta mucho”, pensaba sintiéndome triste y desconsolada.
“¿Estás seguro que no me lo quieres contar?”
“Acércate cielo..El día que muera” me dijo con una voz muy débil, “no quiero nada mas que una sola flor en mis manos, que representa lo que ha dado más sentido a mi vida, y que nunca tuve el coraje de declarar al mundo por cobardía”.
Así fue.
Por primera vez le vi una sonrisa en su cara.
Le pusieron una rosa roja.
Era yo su secreto.
Rosa